Nitzsche escribió, “La esperanza es el peor de los demonios, por ella se prolonga el tormento del hombre”

domingo, 20 de enero de 2013

Plátano en Tentación - Francisco Pinaud


Estamos hablando de la que me decía: “no me toques ni me beses 
por la espalda, pues no respondo.  Si provocas un incendio, tendrás 
que apagarlo”. ¿Y yo qué hacía? mirarla y no tocarla sino en los 
momentos precisos. Pero era tan cautivante su cuerpo, era realmente 
el suyo, un cuerpo glorioso, a veces levitado. Sus ropas, con las que 
se vestía, eran tan orgánicas... Extendían por la tela las emanaciones 
propias de su piel, la secreción de sus sentidos, propagando un espeso
relente de hembra en celo que alebrestaba mi conciencia.
Era la época de las lluvias torrenciales e intempestivas.  Se oscurecía 
de pronto la tarde, se levantaban unas polvaredas frías y las batientes 
de las ventanas se estrellaban como alocadas contra los marcos. Un 
olor a óxido, revuelto con algas maduras, venía desde la orilla.
La gente corría para escapar de los goterones de plomo que soltaba el cielo.  
Era hermoso ver la lluvia profunda desde el balcón, guarecido a medias y
salpicado por los chorros que se aplastaban contra la baranda.
Recorrí la mirada sobre la muralla para observar si ella venía en 
camino.  Y cuando ya amainaba, apareció su cuerpo en cadencia por 
encima del baluarte de San Pedro Mártir.  El cabello frondoso era lo 
primero que avistaba, después, los suaves hombros descubiertos; el 
cuello, que era un tallo erguido, coronado por una cabeza enhiesta, 
con perfil de flecha perdida. Cuando ya estaba frente a mí, tomaba entre
mis manos su garganta, vale decir, su exquisito pescuezo y palpaba 
con sevicia el torrente impetuoso de su sangre ascendiendo a irrigar su 
testa que se henchía, entonces, de belleza.
-Quiero hacerte un corte profundo en la garganta y que tu sangre 
fresca y noble salpique mi cara y mis ropas.
Marla se reía, pero siempre tuve la sospecha de que la inquietaba 
la convicción que había en mis palabras.  En su agitado corazón albergaba 
la duda, deliciosa y mortificante a la vez, de que yo avanzara 
más y más, en una suerte de broma macabra.  Pero yo no mataba ni a 
una mosca y mucho menos mataría a esa hermosa hembra de animal 
pensante que ahora me acompañaba. Más bien, la dejaba sentarse en 
mi diván, ocupada en dibujar peces y cetáceos de todos los tamaños, 
mientras yo preparaba mis aburridas clases de estética y apreciación 
literaria.
Porque me tocaba, agarré la metáfora entre manos y me proponía 
escribir una digresión sobre el poder de las analogías, rodeado de 
los libros de mis amigos, los poetas.  Abierto sobre la mesa, listo a 
subrayarlo, estaba Luna de Getsemaní, de M. Mendoza-Orozco.  En 
la estufa, mientras tanto, se calentaba un inmaculado mot de fromage (o mote
de queso, como persistimos en llamarlo). Los aromas del 
queso blanco, del ñame de espina, del ají dulce y de las rodajas de 
cebolla, levemente ahumados, me perturbaron el raciocinio.  La sopa 
es el baño del apetito, pensé, recordando a Gómez de la Serna, y me 
asombré al ver que la metáfora se estaba cocinando también en la 
olla, sin casi yo percatarlo.
Aún persistía el viento de lluvia y el ánimo de Marla también estaba 
pluvioso. El cabello desgajado le ocultaba el rostro mientras seguía 
ensimismada dibujando sus delfines en una libreta blanca. Yo la miraba a
veces de reojo. También tenía hambre de ella, pero no quería 
romper su placidez. El caso es que ella era un cuerpo vivo que irradiaba 
aún en reposo absoluto. En ese momento se me cruzó el verso de 
Rómulo Bustos: En ti hace carne/ el misterio de la lámpara/ que aún no 
encendida/ pregona su llama.
¿Qué más podía hacer, si ya todo parecía estar dicho?
Ahora el verdadero trabajo era intentar llevarle a mis alumnos, de 
forma idéntica, esa perfecta simbiosis entre los objetos, los seres que 
me rodeaban y las cosas que estaban sucediendo. Me senté a mirar 
sus dibujos. Sus piernas descansaban sobre el espaldar de un sofá de 
mimbre. Alargué las mías sobre el mismo apoyo, cargándome encima 
sus bellas extremidades que parecían fluir de la falda de florecitas que 
las contenía. La desnudez de sus muslos era brillante y undosa. Una 
capa tenue de vellos dorados poblaba la espesa encarnadura de esas 
piernas pluscuamperfectas.
Entonces sobrevino, precedido por el fogonazo de la última centella, 
el momento que revaluó todo el corpus de la teoría cartesiana de un 
solo tajo.  Mi mano plena encontró esa epidermis glorificada y recorrió
con parsimonia sus contornos, moldeando y ciñendo la carne a su 
albedrío. Ascendió por las nalgas, apartando el silencioso panti de algodón
húmedo que allí aguardaba. Se soltó y volvió a seguir, espaldas 
arriba, enfundada por el traje que la constreñía, hasta topar junto al 
costillar tierno con la turgencia súbita de los senos.  Había tanta sevicia 
de placer, tanta alevosía del gozo, que la razón se inundó de piel.  Te 
toco, luego existo, fue la inevitable conclusión, y ya no hubo otra idea 
superior digna de oponerse a esa que me acababa de invadir.
Hubo que parar.  El mote en la estufa hirvió a su antojo, reverberó y 
rebosó la olla, con gran alharaca de humo y derrame sobre el fogón al 
rojo vivo.  Al final, algo se pudo salvar. Del rescoldo chamuscado del 
fondo, se desprendió una materia imprecisa, entre amarga y dulzona. 
Una lava exquisita y maligna, como la mueca, como la risa de Marla, 
que ahora me mira y me quiere comer.